Saturday, January 31, 2009

The Beatles Rooftop Concert 1969


Era en 1969. Un año después de la última revolución moderna, aquel Mayo en que se pararon los relojes y los efluvios de la Comuna de Paris salieron por los huecos que dejaron los adoquines arrancados por los jóvenes de siempre, sublevados, cada cuanto en cuanto, contra un poder que oprime sus ansias de expansión.

Era 1969, el año en que la luna perdería su virginidad, mancillada su piel de plata por gruesas suelas de plomo; la humanidad alzándose sobre sí misma hasta derribar un sueño cantado por todos los poetas que en el mundo han sido.

El año en que Jimmi Hendrix, Janis Joplin, Santana o Joan Baez congregan a centenares de miles de jóvenes en torno a su música y una cultura que comenzaba a contaminarse de autodestrucción; era en Woodstock, y Bob Dylan no apareció, pero sí un jovencísimo Joe Cocker, y los roadmusics par excellence Creedence Clearwater Revival, y los británicos The Who, y los melosos y polifónicos reivindicativos Crosby Stills Nash & Young, y los aéreos Jefferson Airplaine, y el sitar contracultural de Ravi Shankar y unos que pasaban por allí con trompetas y brillantes camisas de rígidos cuellos llamados Blood, Sweat and Tears. Puro poso contracultural de un café ya agotado por quien diría adiós también ese año, el indio Jack Kerouac.

Era 1969, bajo un cielo gris de un día ventoso de enero, cuatro idolatrados juglares del pop celebraban su último encuentro conjunto en vivo en una azotea del número 3 de la londinense Abbey Road; es un encuentro espontáneo e improvisado. La gente se arremolina en las aceras, mira hacia arriba, sube a los edificios colindantes... allí coinciden gentlemen con pipa y bombín y adolescentes minifalderas a lo Sandie Shaw, impávidos Bobbys y mummies iracundas, jóvenes mods de cortos trajes y lulus de sweatters ceñidos,... Es la última ocasión para verles juntos, aunque nadie aún lo sepa; por eso lo han preparado cuidadosamente, y cuidadosamente han exhibido ese toque de frescura y rebeldía que siempre los caracterizó. No importa la impostura, la espontaneidad se reproduce porque va con ellos; fingen, en la coronilla del ombligo del mundo, que improvisan su último concierto,... Y les sale bien, quedará como documento imperecedero de una época que terminaba con la década. Un signo del tiempo por venir: ilusiones rotas, amistades divorciadas por amantes matrimonios, drogas reventando corazones y almas, ingenuidad evaporada, volatilizada en psicodélicas volutas.

Todo esto esto pasaba en 1969. Ah! Sí! y también que yo ya andaba enamoradiscándome de Mari Nieves y Alicias; y aspirando el perfume de las rosas rojas de los jardines de la Plaza Mayor; y escribiendo mis interminables primeros poemas en cuadernillos de tapas blandas color pastel de papel pautado de una raya; y descubriendo una sensualidad ya antes entrevista pero no asociada a ojos soñadores ni sedosas melenas, acuciada por curvas incipientes y pechos que apenas ya apuntaban las camisas y los sueters, estimulada por el potente e indefinido olor de los cuerpos nacientes al estupor y la perplejidad de la carne turgente,...
Todo aquello pasaba mientras en una azotea de un mítico edificio de Londres, tres melenudos rasgaban sus guitarras y un cuarto aporreaba tensos pellejos y platillos basculantes, y los cuatro sus voces al viento entregaban portando mensajes de amor e inconformismo.

Todo un legado, mi legado y el de todos los que vivimos aquellos buenos viejos tiempos.
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¡Quién me iba a decir a mí que cuarenta años después, evocando todas esas sensaciones y emociones, iba a estar sintiendo el mismo temblor ingenuo -aunque encanecido- por un amor que no cesa... desde entonces y que periódicamente se renueva... en otros ojos, en otros labios, en otras melenas, ahora morenas, recortadas a la française o sujetas en grácil cola de caballo! ¿Quién me lo podría haber dicho?
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