Le dolía terriblemente la cabeza. No recordaba haberse dormido. Frente al sofá donde estaba echado, en la pantalla oscura del televisor, un acrónimo de letras azules bailaba de una esquina a otra. Sí, ya comenzaba a recordar, aunque de una manera pulsátil -¡este terrible dolor de cabeza!-. El vaso medio vacío de whisky sobre la mesa delataba el origen de la resaca. Intentó incorporarse pero todo daba vueltas, estaba mareado; una desagradable sensación familiar le indicó, le obligó, a levantarse, y trastabilleando llegó al baño donde apenas le dió tiempo a enfocar el vómito dentro de la taza del water. Creía que le iba a estallar el cráneo, que las venas yugulares reventarían con la presión; pero no, lo único que le reventaba era la cabeza. Unas gruesas gotas de sangre cayeron de su nariz tiñendo el vómito de rojo encendido (era sangre arterial, pensó de modo automático). Siempre que vomitaba de una forma descontrolada e incontrolable le pasaba lo mismo.
Allí estaba, arrodillado, como haciendo penitencia por sus pecados -¡y tanto! pues no hay mayor pecado que atentar contra la propia salud-, abrazado a la taza de porcelana por donde debían salir todas sus inmundicias, también estas que no eran sino la consecuencia de la mala digestión de un amor no correspondido.
Nada nuevo. Una canción soul, un aroma a jazmín demasiado intenso, una escena de un film francés en versión original; cualquier cosa podía desencadenar la rueda del recuerdo haciéndole caer en el pasado detenido, que por detenido no era pasado si no presente continuo, siempre amenazante.
Se levantó lentamente, compadeciéndose de sí mismo; la acidez del vómito le dejaba el consabido hedor en el aliento, pero, además, le producía hipersensibilidad en los dientes, por lo que después de vomitar se los lavaba con el doble objetivo de intentar ocultar el mal sabor por un lado y de equilibrar el ph por el otro. A él la ebriedad -mejor dicho, la borrachera- le producía el efecto contrario al que normalmente se hace referencia: el alcohol provocaba en él un exceso de lucidez, se volvía más atento a todo, sus sentidos se despertaban mientras su conciencia parecía flotar embotada en un torbellino de emociones y sentimientos girando a velocidad de vértigo. Con la cabeza inclinada por el peso de una losa de dolor insoportable volvió al salón. Tropezó con la botella vacía de Longmorn que salió despedida dando vueltas hasta colarse debajo del sillón, donde quedó encajada. Se detuvo en seco, abrió los ojos apenas entornados y contempló el campo de batalla: sobre la mesita de centro, un revoltijo de libros de poemas -algunos abiertos- en aparente desorden mezclados con los libros de poemas dedicados a Ella, una hoja en blanco garabateada -nadie podría decir que aquéllo eran letras inteligibles- en líneas irregulares eran las huellas de un intento de expresión de sus emociones (es difícil describir algo cuando uno está tan fuera de sí, arrojado en lo más profundo de su propio interior, que pierde la conciencia y el control de algo tan reflejo como el propio lenguaje escrito), un vaso cónico de culo grueso de whisky Chivas con una pequeña cantidad aún sin beber, un tarro abierto y vacío que había contenido griottines -regalo de Ella a la vuelta de un viaje a su Roanne natal-; sobre la mesa alta, los restos aún sin retirar de la cena -algo que en condiciones normales no solía hacer-, delataban que algo no había funcionado bien esa noche. Una vez paseada la vista -muy lentamente, como si fuera un plano panomárico- por todo el salón, se dirigió a la cocina para prepararse una infusión digestiva, después intentaría dormir, ahora sí, en la cama.
Al encender la luz del pasillo, que iluminaba tenuemente el dormitorio cuando la puerta estaba abierta, sucedió de pronto lo que parecía imposible: se espabiló, su jaqueca desapareció, levantó la cabeza y la vio allí, tendida sobre la cama. Extrañamente no recordaba nada.
Allí estaba Ella sobre su cama, un brazo colgaba como una rama de sauce desde el colchón hacia el suelo. ¿Pero qué hacía allí?
¡Era algo imposible! Se acercó lentamente y se paró ante la increíble aparición restregándose los ojos. Los abrió, una mujer morena, con melena corta a la française yacía boca arriba con los ojos abiertos, fijos, bellos, marrones -"almendrados", había él escrito más de una vez-; una bonita nariz levemente respingona pero armoniosa; unas mejillas tersas, levemente cóncavas y blancas, muy blancas, como esculpidas en mármol; la boca estaba relajada -aquellos labios rojos, ahora rosa pálido, que tanto cantó en sus poemas, que tanto soñó, que tanto deseó-,... Su expresión era como quien se queda mirando fijamente un horizonte al que ya no le importa llegar.
No podía recordar nada. Esto era cosa de locos. Volvió a restregarse los ojos,... fuerte, cada vez más fuerte,... Las representaciones le golpeaban las meninges: imágenes inconexas, absurdas, sin sentido, voces apagadas, gritos susurrados... Él siguió restregándose hasta que el dorso de los dedos comenzó a introducirse en las cuencas de los ojos que huían hacia el interior del cráneo; detrás de los dedos siguieron las manos, las cuencas parecían ensancharse dando cabida a unas manos que ya no restregaban si no que buscaban sus ojos. No veía, no podía ver más que sus pensamientos, los dedos buscaban y buscaban entre las neuronas, apartando los axones como si fueran raíces. Sentía que sus dedos excavaban dentro de su cerebro buscando aquellos ojos desaparecidos en algún lugar, allí adentro, tal vez escondidos en el pliegue de alguna circunvolución o detrás del mesencéfalo. Le dolía terriblemente la cabeza. Quizás, si al fin diera con los ojos, podría llegar hasta la sala de urgencias del hospital para que le pusieran un analgésico contra ese horrible dolor que martilleaba con fuerza sus sienes...
Una voz le sacó del ensimismamiento, alguien le llamaba por su nombre. Intentó abrir los ojos pero no pudo, algo se lo impedía. La voz le decía que no se preocupara, que todo había salido bien, que en unos días le quitarían la venda y podría volver a ver.
Aún debía hallarse bajo los efectos de la anestesia y los calmantes cuando comprendió que todo había sido un mal sueño. Sí, un mal sueño que se repetía una y otra vez, siempre el mismo y siempre distinto. Bueno, quizás ahora, cuando recuperara la visión podría... no sé, quizás era una locura, pero... Sí, cuando estuviera bien iría a buscarla. A Ella, a la mujer del sueño. A su musa de ojos almendrados. A su papillon con olor a jazmín y tarde de primavera.
No podía recordar nada. Esto era cosa de locos. Volvió a restregarse los ojos,... fuerte, cada vez más fuerte,... Las representaciones le golpeaban las meninges: imágenes inconexas, absurdas, sin sentido, voces apagadas, gritos susurrados... Él siguió restregándose hasta que el dorso de los dedos comenzó a introducirse en las cuencas de los ojos que huían hacia el interior del cráneo; detrás de los dedos siguieron las manos, las cuencas parecían ensancharse dando cabida a unas manos que ya no restregaban si no que buscaban sus ojos. No veía, no podía ver más que sus pensamientos, los dedos buscaban y buscaban entre las neuronas, apartando los axones como si fueran raíces. Sentía que sus dedos excavaban dentro de su cerebro buscando aquellos ojos desaparecidos en algún lugar, allí adentro, tal vez escondidos en el pliegue de alguna circunvolución o detrás del mesencéfalo. Le dolía terriblemente la cabeza. Quizás, si al fin diera con los ojos, podría llegar hasta la sala de urgencias del hospital para que le pusieran un analgésico contra ese horrible dolor que martilleaba con fuerza sus sienes...
Una voz le sacó del ensimismamiento, alguien le llamaba por su nombre. Intentó abrir los ojos pero no pudo, algo se lo impedía. La voz le decía que no se preocupara, que todo había salido bien, que en unos días le quitarían la venda y podría volver a ver.
Aún debía hallarse bajo los efectos de la anestesia y los calmantes cuando comprendió que todo había sido un mal sueño. Sí, un mal sueño que se repetía una y otra vez, siempre el mismo y siempre distinto. Bueno, quizás ahora, cuando recuperara la visión podría... no sé, quizás era una locura, pero... Sí, cuando estuviera bien iría a buscarla. A Ella, a la mujer del sueño. A su musa de ojos almendrados. A su papillon con olor a jazmín y tarde de primavera.
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