Aquel hombre era un onanista convencido y practicante. Gozaba de sí mismo con la amplitud e intensidad de un universo en expansión incesante; consciente de su creciente magnitud, de su erección inculminable, no dejaba de imaginar y buscar nuevas formas de excitación que satisfacieran su priápica necesidad de estimulación turgente.
Su marcado carácter venéreo, tendente al autoarrobo y al enamoramiento de sí mismo, le incitaba a escudriñar en los más oscuros rincones de su ego en busca de nuevas sensaciones aún por descubrir que le permitieran alcanzar nuevas cuotas de satisfacción y disfrutar orgásmicas experiencias de beatitud ominosa.
Aquel hombre poseía una sensualidad exacerbada que los meros órganos sexuales apenas lograban sugerir, cuando no estorbar...
Concebido a sí mismo como principio y fin de todo lo existente -en lo que no le faltaba razón-, en sí mismo ansiaba encontrar la más sublime satisfacción: era un logrado especimen de hermafrodita sensorio-emocional.
Los demás -los otros, como a él le gustaba definir las entidades de su misma especie- no serían, pues, más que reflejos de su propia combustión, manifestaciones de su brillo y su existencia, gracias a las cuales él podía verse, así, reflejado, como un narciso en la superficie cristalina de las aguas.
Quizás por ello mismo, amaba, comprendía y detestaba a estos demás, a sus otros, con la convicción del que a sí mismo se ama, se comprende y se detesta.
La capacidad de empatía en él, era una especie de reconocimiento de sus propias emociones y actitudes; como si el universo de otros que pululaba a su alrededor no fuera sino un caleidoscopio de proyecciones de sí mismo, escisiones de su personalidad.
Sentía, ante ellos, el mismo desconcierto que sentía, a veces, ante sus propias emociones; en nada se diferenciaban ambos sentimientos.
Aquel hombre, poco a poco y sin apenas darse cuenta, se estaba eyaculando.
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