Ponemos al amor
la imagen de un embeleso,
de un arrebato, de un expolio
de nuestra paz interior;
la imagen de una necesidad
íntima y desapercibida;
es, el amor, un traidor
a nuestro equilibrio,
a nuestra armonía
de pajarillos en la rama;
es, el amor, un embaucador
que nos promete paraísos
y nos proporciona tormentas:
aguaceros de emociones
y rayos de locura.
Amor, tienes cara de avatar
forjado en nuestros sueños,
la cara de aquélla -de aquél-
en quien se cumple nuestra
más profunda fantasía:
sacar a la luz, hacer visible
a nuestra propia realidad,
ese que deseamos ser,
el gran desconocido,
el hombre -la mujer- triunfante,
singular y único
en quien se cumplen todas
nuestras esperanzas,
el vencedor de la muerte
y la aniquilación: el ser amante,
el ser deseado y deseante,
el ser que se vierte en el otro
como una fuente inagotable,
el eterno sí, sí, sí, a la vida
fuera de sí, a la vida en el otro,
en el otro que hace posible
la aparición de este que habita en mí
y que quiere ser a pesar de mí.
Si pudiera mirarte a los ojos
otra vez;
si mi mirada pudiera posarse
una vez más
en tu horizonte de carne y rosa,
quizás te diría,
sin decirte nada,
que el amor no es un estado
sino un estar,
estar delante de tu presencia,
ausente,
y delante de tu ausencia
presente.
Si pudiera mirarte otra vez
antes de que mis ojos se apaguen,
quizás -sí, sólo quizás-
te diría a la cara esas dos palabras
-mariposas esquivas-
que sólo se dicen de verdad
sin decirlas,
esas dos palabras que, no dichas,
dicen más que todos los ríos
de literatura escritos;
esas dos palabras
en las que se abre nuestro yo infinito
como una rosa perfecta
hacia el dios que la ha creado.
Ah! Si pudiera mirarte, amor,
en los ojos que me elegiste!
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