Y el dolor, poco a poco,
se va haciendo presencia
inmarcesible, oceánica,
como la punzada del hambre,
cuando es hambre verdadero,
no simple apetito. Un dolor
no ya sordo, ni mudo,
oye bien y oye todo
lo que se mueve
en nuestro interior,
hasta el más sigiloso
pensamiento, la más leve
idea; y no sólo susurra
sino que habla a voces,
a voz en grito, amplificando
sus palabras de ayes
incontenibles
hasta reventarlas en quejidos.
Es el dolor una explosión
de la sensibilidad contenida:
la de los sentidos
y la del alma.
El dolor, cuando se instaura,
lo hace provocando
en nuestro interior
el efecto Arquímedes:
desplaza todo lo demás
con su abstracto volumen,
con su lastre de perpleja
interrogación
(¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué?);
relega el mundo
a la constatación irrefutable
de su ubícua, masiva,
metastásica,
existencia.
lll
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