Transcurren los pacientes,
lentamente,
a intervalos irregulares:
son la sustancia orgánica del tiempo
en las salas de espera
de cualquier hospital.
Allí, los segundos no existen,
los minutos apenas cuentan
y la horas gravitan, pesadas,
en torno a la relatividad
del dolor o de la angustia
con que palpita la espera.
El tiempo, allí, posee el carácter orgánico
de los rostros, de sus gestos,
de la paciencia resignada,
de la voluntad abdicada.
La unidad orgánica que es el indivíduo
se hace abstracción,
objeto de medida, sujeto de tiempo;
un tiempo con múltiples caras,
que es la suma de todas las caras,
la suma de todas las historias,
la negación de todas las almas
que allí se encuentran irremediablemente presas.
El alma del tiempo
como taracea de pacientes,
caleidoscopio de individuos desindividualizados,
alma poliédricamente orgánica.
Es el paciente como Job,
pero con menos futuro,
infinitamente más efímero,
palpablemente más insignificante,
más... Cosa:
medida, sustancia de tiempo
ordenado por los dioses galénicos
-trasuntos sanitarios de cronos-,
taumaturgos del orden hospitalario,
dispensadores de la paz
(o el anonadamiento)
una vez llegado el turno.
Una sala de espera vacía
-de cualquier hospital-
es lo más parecido al vacío absoluto,
a la nada,
al instante previo al Big-Bang;
es, con sus sillas, butacas y paredes vacías,
un agujero negro
condensando energía atractiva,
ávido de pacientes anonadados
que, como meras unidades de tiempo orgánico,
acabarán siendo atraídos por su poder
y engullidas sus individualidades
para ser escupidas, después,
a intervalos irregulares,
bajo el dictado de una megafonía
demasiado afónica,
por una vocecita débil,
como llegada del más allá,
que enunciará un nombre
insignificante,
mera unidad de tiempo,
que nos hará pensar:
"ya queda menos".
lll
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